Eucarístico. Culto
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   Desde que los Apóstoles asistieron a la primera misa, la Ultima Cena del Señor, la Eucaristía, la acción de gracias pronunciada por Jesús sobre el pan y el vino convertidos en cuerpo y sangre por su voluntad, se ha convertido en fuerza insustituible en la vida de la Iglesia.
   Los seguidores de Jesús han visto siempre en la celebración de la Eucaris­tía la renovación de esa presencia del Maestro. Y con el tiempo hicieron de la conservación del pan en sus iglesias, para poder alimentar con él a los enfer­mos o presos antes de su muerte, un motivo de plegaria y de veneración.
   Con este "invento divino" Jesús aseguró el cumplimiento de cuantas pro­mesas de permanencia había hecho a sus Apóstoles a lo largo de su itinerario profético. El mismo Jesús les había dicho: Me voy, pero volveré a vosotros" (Jn. 14. 27 y 16. 16) Y también les había prometido con misterio: "Me quedaré con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Jn. 14. 17)
   En esa partida (memorial) y en esa pre­sencia (sacramento) se halla el doble eje del culto eucarístico, culto esencial en el cristianismo y singular en entre todas les religiones de la tierra.

 
  1.  Palabras de Jesús

   En uno de sus discursos, recogido por S. Juan, Jesús dejó entre­ver lo que en el mo­mento de su despedida convertiría en real testamento y regalo.
   Decía Jesús: "Mi Padre es el que os da el verdadero pan del cielo. El pan que Dios da baja del cielo y otorga la vida al mundo". Le decían los que le escuchaban: "Señor, danos siempre de esa pan". Y Jesús les respondía: "Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed... Yo soy el pan de vida... Os hablo de un pan bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siem­pre. Y el pan que yo os voy a dar es mi propia carne. Y la doy para que el mundo tenga vida..."
  Decían ellos: ¿Y cómo puede éste darnos a comer su carne?
  Pero Jesús insistía: "Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hom­bre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resu­citaré en el último día. Porque el que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él". (Jn. 6. 32-56)
   Aunque en la exégesis católica el texto hay que entenderlo referido a su mensaje, a su palabra, a la entrega de su misma vida a través de su muerte y resurrección, palabras como éstas, y los recuerdos evangélicos de la última Cena, se convirtieron en la base del culto que la Iglesia siempre tributó al Señor hecho comida y bebida de los suyos.
   La Eucaristía no se reduce a un simple encuentro fraterno para elevar una plega­ria al Señor. No es un sacrificio pasajero que se celebra de una forma fugaz, aunque repetida cada día. Es mucho más misteriosa y sorprendente.
   Es el signo sacramental de una presencia ininterrumpida y activa.
   Es la misma Cena del Señor culminada en el Calvario y prolongada en la Historia. Es la ofrenda en la que se unen sus discípu­los con el Maestro para celebrar la pascua que no termina nun­ca.
   Es la fiesta de todos los que viven con Jesús, pues todos reciben el mismo pan y el mismo vino que El declara ser su cuerpo y sangre para la vida eterna.
   Es normal que, en base a todas estas razones, el culto eucarístico haya resul­tado nuclear en la Iglesia y tenga que ser objeto prioritario en una catequesis adecuada y sólida en todas las eda­des.

    2. Fiestas Eucarísticas

   La Eucaristía ha sido siempre una celebración gozosa de la Pascua del Señor. Pascua es salto del mundo a la eternidad, de una Alianza vieja a otra Nueva, de una presencia terrena a una permanencia sobrenatural.
   La Eucaristía es el nudo que enlaza esos extremos. La Iglesia hace de ella el alma de su plegaria, el manantial de su amor, el desafío de su fe permanente.

   2.1. Celebración dominical

   La celebra cada día, pero de modo especial cada "domingo". El domingo fue siempre el día del culto cristiano. Desde los primeros tiempos cristianos se con­vir­tió en el momento oportuno y preferente para la celebración de la resurrección del Señor. El día del Señor, o domínicus, estuvo lleno de reminiscencias pascuales y eucarísticas.
   Ya a mediados del siglo I las comunidades cristianas, a medida que fueron poblándose de creyentes venidos de la gentilidad y no del judaísmo, se olvidaron del sábado como día santo de descanso y oración y reservaron el do­mingo como día de celebración y plegaria.
   Desde el siglo segundo, se multiplicaron los testimonios escritos sobre la Eucaristía celebrada al amanecer.
   Los siglos siguientes se encargarían de hacer de ese día una jornada ecle­sial: participación en la oración, de ausencia de trabajo, de asistencia a homilías, de limosnas fraternas y devociones peculiares.
   En su Catecismo 3º de la comunidad Cristiana, los Obispos españoles recuerdan lo que es la Eucaristía y lo que significa el Domingo como día especialmente dedicado al Señor: "Desde los primeros tiempos, los cristianos establecieron como día festivo semanal, el primero de la semana judía, es decir nuestro actual Domingo, palabra que significa día del Señor.
   Se reunían especialmente ese día para cumplir lo que Jesús les había mandado en la Ultima Cena: "Haced esto en recuerdo mío".
   A esta celebración se llamaba "Cena del Señor", pero sobre todo se decía "Fracción del pan". La primitiva Comunidad empleó la expresión fracción del pan, porque le recordaba el gesto de Jesús resucitado que, en sus apari­iones, se había dado a conocer partiendo el pan".  (pg. 242) 
   Con el tiempo, algunos domingos cobraron resonancia singular en el contexto de las plegarias de la comunidad: domingo de Resurrección, domingo de Ramos, domingo de Pentecostés, domingos de Epifanía o de Cuaresma.
   En todos estos domingos fue la Eucaristía la que se tiñó de tonalidad diferentes y en torno a ella cobraron formas vivas los tiempos litúrgicos del año.

   2.2. Jueves Santo

   Otros días de especial celebración eucarística fueron los dedicados a re­cuerdos singu­lares del Señor. El Jueves Santo se enmarcó pronto en el contexto de la celebración pascual. El tono de cada jornada de la Semana precedente a la Pascua se llenó de sentimientos diferentes en torno al siglo V o VI.
   El Jueves previo a la Pascua se dedicó a la Santa Cena, como el Viernes se centró en el recuerdo en la muerte del Señor. Desde el siglo III, el alejamiento de la pascua judía se había consumado entre los cristianos: los judíos siguieron teniendo como referencia el sábado siguiente al plenilunio que sigue al equinocio de primavera; y los cristianos trasladaron su "Pascua" al amanecer del domingo siguiente, día en que había resucitado el Señor.
   Desde entonces, en alma de las celebraciones de los Jueves estaba llena de recuerdos de la Cena: lavatorio de los pies, traición de Judas, discurso de Jesús, sobre todo la institución de la Sda. Eucaristía y el prendimiento del Señor.
   Fue aquella "víspera del día solemne de la fiesta de los panes ácimos", dentro de aquel tiempo sagrado en que Jerusalén se poblaba de peregrinos del mundo entero, cuando el recuerdo de la Cena de despedida resaltó con vive y calor humano y adquirió sabor litúrgico especial. En el transfondo de la celebración se hallaban los recuerdos de los discípulos, recogidos en los Evangelios: (Jn. 13.1; Lc. 22.7; Mt. 26. 17; Mc. 14. 12).
   La devoción a la Eucaristía fue creciente hasta el siglo XIII. Pero al culminar la Edad Media, un gran movimiento eucarístico se desarrolló en la Iglesia.
   Se extendieron los homenajes y las plegarias a Cristo en el Sacramento. Se veneraron los altares y los monumetos llenos de luces y de flores en al altar que custodiaba la pan consagrado. Se resaltó el recuerdo del lavatorio de los pies a los discípulos.
   La piedad popular ensalzó siempre la solemnidad de la jornada. Surgieron versos populares:
"Tres días hay en el año
que brillan más que el sol,
Jueves Santo, Corpus Christi
y el día de la Ascensión".

    2.3. Corpus Christi

    La Jornada del Corpus Christi reforzó la primitiva del Jueves Santo. Surgió como una reviviscencia fervorosa del recuerdo del Señor. En 1208 Sta. Juliana de Monte Cornillón, monja cisterciense de Lieja, tuvo una visión en la que contempló la luna llena con un fragmento sin cubrir. El Señor la comunicó que la luna era la plegaria de Iglesia y el vacío era la de­voción a la Eucaristía, que todavía care­cía de una fiesta singular.
   En 1246 la fiesta del Cuerpo del Señor saltó del monasterio a toda la ciudad y lugares cercanos. Y el Papa dominico Urbano VI, en 1264, la exten­dió a la Iglesia Universal. Encargó a Tomás de Aquino la preparación de los textos litúrgicos, tarea en la que el Doctor angélico llegó a lo sublime en la creatividad literaria y teológica. Sus poemas e him­nos, como “Pange Lengua”, “Adoro te devote”, “Lauda Sion”, “O salutaris Hostia”, “O sacrum convivium”, llenaron de piedad durante siglos a todo el orbe cristiano.
   La devoción tuvo auge cada vez más popular. Las procesiones y asociaciones, los santuarios y las imágenes, las plegarias y las invocaciones, surgieron con profusión. En el siglo XVIII el pueblo sencillo había logrado tan excelente formación teológica, que hasta podía asistir a los autos sacramentales barrocos, los cuales eran lec­ciones magistrales de teología sobre el Sacramento.


 

 

 

   

 

 

   3. Culto del Sacramento

 


 
 

La adoración eucarística fue siempre práctica de los cristianos fervorosos. La piedad del siglo XIV, la "devotio moderna", incrementó el amor a la soledad del templo y del sagrario. Pero también promovió otras manifestaciones solidarias en reconocimiento de la presencia del Señor en el pan consagrado.

   3. 1. Adoración ante el sagrario

   Resultó más continuo y estable durante el año que el de las celebraciones y procesiones. Se miró la conservación de la especie de pan en el sagrario como un don maravilloso de presencia.
   La costumbre venía de los primeros cristianos, cuando se guardaba el pan consagrado para poder facilitarlo a los enfermos y moribundos y, en ocasiones, a los presos en las cárceles, sobre todo si iban a ser llevados al sacrificio de su vida por la fe profesada.
   La oración silenciosa ante la reserva del Stmo. Sacramento se cultivó desde el siglo XIII, aunque la mayor extensión se produjo en el siglo XVI, como reacción católica a la increencia protestante. Entonces fue cuando surgieron grupos dedicados a la adoración. Se desarrolló gran respeto y admiración por la mesa del altar, en torno a la cual se ofrecía el santo sacrificio. Ella simbolizaba la presencia de Jesús en medio de la Comunidad y se multiplicaron las expresiones artísticas en multitud de labrados, decorados y ornamentaciones eucarísticas.
    Sobre el altar se situó con veneración el sagrario o depósito del sacramento. Se cubrió con un conopeo o velo de respeto y se alumbró con una lámpara permanente como anuncio de su presencia milagrosa. Ante el sagrario se doblaba humildemente la rodilla cuando ante él había que pasar y se guardaba un silencio admirable de veneración.
    Se enriquecieron los reta­blos que se levantaban desde el siglo XII en torno a los sagrarios, hermosos y policromados, y se llenaron de ornamentaciones por lo general cristológicas. Las pinturas del arte románico y gótico, verdaderas catequesis silenciosas para la gente sencilla, se reemplazaron por relieves elegantes que recordaban con sus motivos al que allí se hallaba invisible y presente.
    Una serie larga de santos admirables suscitaron la admiración e imitación de los devotos del sagrario, desde S. Tarsicio (s. III), niño mártir por llevar la Eucaristía a los presos, hasta la del franciscano adorador eucarístico, S. Pascual Bailón (1540-1592), que sería desde León XIII patrono de los Congresos y de las Asociaciones eucarísticas.
    La serie de las grandes almas adoradoras resultaría interminable para ilustrar el culto íntimo de la plegaria eucarística: La de Teresa de Jesús (1515-1582) con sus carmelitas reformadas, la de Pedro Vigne (1670-1740) con sus adoradoras, la de Sta. Micaela del Stmo. Sacramento (1809-1865) con sus adoratrices, o la del Beato Manuel González (1877-1940), el catequista de los Sagrarios abandonados, pueden ser los mejores representantes de esta devoción en cada uno de los últimos siglos.

    3.2. La Exposición eucarística

    También se multiplicaron las oraciones eucarísticas e invocaciones que tuvieron como centro la Exposición de la Sda. Forma, en torno a la cual se construyó una piedad popular muy personalista. Fue creciendo desde el siglo XVI por el  alejamiento del pueblo de los textos de la Eucaristía, dichos en latín y con el celebrante de espaldas a la asamblea.
    Las Exposición del Santo Sacramento polarizó en gran medida la piedad del pueblo cristiano. Se llegaron a tener dos tipos de exposi­ciones: la llamada "mayor", con la forma descubierta en la custodia o expositorio: y la "menor", que se hacía con sólo abrir el sagrario y colocar en el altar el copón conteniendo las especies sagradas.
    Las plegarias recitadas ante el Señor sacramentado se diversificaron según los tiempos y los lugares, siendo frecuente la "estación a Jesús sacramentado", con sus siete padres nuestros, avemarías y glorias, seguidos de la incensación respetuosa y de las letanías en reparación de las blasfemias.
    Estos cultos, llamados por algunos "paralelos", fueron preferentemente vesperti­nos el domingo y el jueves, día dedicado a la devoción eucarística. Queda­rían relegados en los tiempos posteriores al Concilio Vaticano II, por la renovación que se hizo de la liturgia y la vuelta de la atención hacia el sacrificio de Cristo celebrado de forma más comunitaria.
   Algunas de las "Exposiciones eucarísticas" revistieron especiales reclamos y motivaciones. Tal es el caso de la "Exposición de las cuarenta horas", hecha para compensar las irreverencias de los carnavales.
   Y el mismo espíritu reparador tuvieron las "Exposiciones nocturnas del Sacramento", que animaron en determinadas cofradías y asociaciones eucarísticas las vigilias de oración y penitencia hechas también con espíritu de desagravio.
   En el siglo XIX este culto culminó con templos o santuarios dedicados a la Exposición perpetua del Sacramento.

   3. 3. Procesiones

   La Sagrada Eucaristía despertó también devoción singular a las procesiones, que se acostumbraban a tener en deter­minadas ocasiones en honor del Sacramento del altar. Entre ellas hay que recordar la más popular y extendida, con motivo de la fiesta del Corpus Christi.
   Inolvidables son las carrozas, los copones, las custodias, los expositorios que la orfebrería religiosa promocionó con este motivo.
   Menos solemnes, pero más devotas y repetidas, fueron las procesiones que se organizaban para acompañar la Eucaris­tía cuando se llevaba como viáti­co a los enfermos y moribundos, que se convertía en una pública manifestación de fe y de fraternidad.
   En ocasiones fueron emotivas las procesiones hechas como desagravio ante alguna profanación o como súplica ante la inmi­nencia de alguna calamidad como la guerra o la peste.
   Las procesiones eucarísticas llegaron a ser verdaderas manifestaciones públicas de piedad, de regocijo y de admiración, cuando las sociedades eran cristianas y las autoridades se sentían orgullo­sas de ser las primeras en tributar sus homenajes a Cristo sacramentado.

 

 
 

4. La comunión

   La devoción más litúrgica y central en torno a la Eucaristía se centró siempre en la participación en el Sacrificio de la Misa, mediante la comunión. Ha sido tradicional llamar a la Eucaristía el sacramento de la Comunión, por ser su primer efecto la unión profunda y espiri­tual que suscita entre quienes se acercan a ella y el mismo Cristo que se recibe.

   4.1. Comulgar por amor

   La recepción eucarística reclama una debida preparación y convenientes formas de respeto. La preparación lleva sobre todo al arrepentimiento de los  pecados, pues la Eucaristía ha de ser  recibida en estado de gracia de Dios, ya que sin esa amistad no tendría sentido manifestar el amor que ella representa.
   El culto eucarístico se centró siempre en esa sagrada participación. Para mejorarla se alentó la preparación interior, cuyo signo fue el tradicional y obligado "ayuno eucarístico". Pero muchos fieles añadieron a esa consigna, que tanto varió con los tiempos, otras formas de respeto: plegarias, obras buenas, limosnas, etc., tanto más selec­tas, cuanto mas conscientes resultaron.
   La devoción eucarística fue siempre la primera de las cultivadas por la Iglesia y por los diversos movimientos de piedad que se fueron sucediendo.
   Se resaltó que la Eucaristía tiene especial sentido de alegría y de regocijo y constituye la primera celebración que la Iglesia gozosamente realiza. Con ella se acuerda de lo que el mismo Jesús realizó en vida. Renueva los sentimientos de paz, confianza, amor y fidelidad que Jesús recla­ma a sus seguidores.
   Pero, al mismo tiempo, supone con­ciencia de lo que exige tan magno acontecimiento, tanto a nivel de celebración comunitaria como de beneficio y regalo personal. Por eso ha sido tradicional en la Iglesia el que los primeros comulgantes tuvieran ya uso de razón, instrucción catequística suficiente y disposición personal y familiar adecuada.

  4.2. Los momentos singulares

  Precisamente por eso se ha tenido siempre cuidado afectuoso de deter­minados comulgantes

  

  

4­.2.1. La Primera Comunión

Reclamó especial llamada de atención a la comunidad cristiana todo el proceso catequístico que acompañó siempre la iniciación eucarística de los niños. Se entendió como un paso importante en la vida y, desde el siglo XVII, fue cobrando cierta resonancia parroquial y familiar.
   Precisamente por esa resonancia, la primera iniciación eucarística de los niños se convirtió en estímulo para la misma vida religiosa familiar. En muchos ambientes, desde las normas de Pío X en 1910, surgió la costumbre de que todos los miembros de la familia acom­pañaran al neocomulgante con su parti­cipación en la mesa del altar.
    Las catequesis parroquiales cuidaron de forma especial la preparación de estos niños a lo largo de un período de tiempo. Con frecuencia fueron apoyadas esas catequesis por los centros escolares, sobre todo católicos y por catequistas especialmente preparados.

   4.2.2. Comunión por viático

   También se cuidó con esmero la distri­bución de la Eucaristía en forma de viático a los enfermos terminales o en peligro de muerte. En determinados ambientes, sobre todo rurales, se realizó mediante una procesión con amplia participación de amigos y conocidos del que la recibía. Además de la piedad personal del receptor, la que quedaba reforzada era la piedad de la comunidad parroquial.

   4.2.3. Jornadas y Congresos

   Determinadas costumbres se fueron estableciendo, sobre todo en la prime­ra etapa del siglo XX, a propósito de las medidas nuevas sobre co­munión frecuente emanadas de la Santa Sede. Las consignas de Pío X generaron un auge de pie­dad euca­rística. Se pueden citar algunos hechos significativos.
   El incremento de asociaciones eucarísticas y de movimientos en esta direc­ción fue importante, al estilo de la Cruzada Eucarística, la Asociación de Tarsicios, la adora­ción nocturna juvenil, las Marías de los sagrarios, etc. La extensión de algunas prácticas de piedad fue grande, por ejemplo la comunión durante los Nueve Primeros Viernes de mes, seguidos o la celebración los Jueves Eucarísticos en determinadas épocas.
   Especial mención merecen las Jornadas Eucarísticas, los encuentros de oración y sobre todo los Congresos eucarísticos nacionales e internacionales, como el de Barcelona en 1953, el de Buenos Aires, el de Río de Janeiro y otros que fomentaron esta pie­dad.
    Se puede decir con verdad que el culto a la Sda. Eucaristía llegó en el siglo XX a su cumbre, como nunca se había presentado en los siglos precedentes.

 

 

  

 

   

   5. Valores Eucarísticos

   La Eucaristía se ha convertido cierta­mente en la Iglesia en motor misteriosamente eficaz de la renovación cristiana. Las formas distantes y respetuosas heredadas del siglo XIX se volvieron más familiares y afectuosas después de la reforma litúrgica promovida pro el Concilio Vaticano II.
   Los que nos son cristianos se admi­ran de que los creyentes sitúen su corazón en la pre­sencia viva y misteriosa del Señor Jesús en un trozo de pan y en una copa de vino. Para los que tienen fe, esa presencia es tan indiscutible, cercana y entrañable que se sienten desafiados por ella.
   La devoción y el culto a la Eucaristía se convierten así en el distintivo eclesial católico por excelencia, por su transparente mensaje de amor a los hombres, que ciertamente es la esencia del cristianismo.
   Los otros valores que promueve la Eucaristía son vivos y transformantes para el creyente: confianza en la Providencia, amor al prójimo sobre todo necesitado, sensibilidad ante la oración, sentido de pertenecía eclesial, actitud de conversión permanente, ecumenismo, y otros muchos más.
    La piedad eucarística reclama y apoya esos valores y hace posible la mejora de la sensibilidad religiosa, al mismo tiempo que reclama una progresiva e interminable formación doctrinal y bíblica.
    La Eucaristía en un misterio que reclama fe, pero también es un dogma que requiere instrucción y compromiso con los postulados que encierra.
    En el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: "La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia a todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y de acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre. Por medio de este sacrificio derrama todas las gracias de salvación sobre su Cuerpo Místico, que es la Iglesia".  (Nº 1407)
    Para la comunidad cercana, para la Iglesia de cada lugar, de cada grupo de creyentes, la Eucaristía es el signo del amor fraterno entre los hermanos y es la llamada al amor universal a todos los hombres. En la Eucaristía está la fuente de la comprensión, del perdón, del servi­cio fraterno y de solidaridad evangélica.
    Incluso hemos de reconocer que, para los no creyentes, la unidad y la universalidad de la celebración eucarística constituye un desafío y un testimonio cristiano de primer orden. Los que tienen fe repiten lo que ya decía hace miles de años el autor de uno de los Salmos: "No hay pueblo que tenga tan cerca de sí sus dioses como nosotros tenemos a nuestro Dios". (S. 68, 125 y 143). En este senti­do la Eu­ca­ristía se con­vierte en la energía con cohesiona a los seguidores del Señor y la garantía de la permanen­cia de las misericordias divinas.
    Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica dice también: "Cristo nos da en la Eucaristía una señal de la gloria que tendremos junto a El. La participación en el santo sacrificio nos identifica con su corazón, sostiene nuestra fuerza a lo largo de la peregrinación, nos hace de­sear la Vida Eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia celeste, a la Stma. Virgen y a todos los santos (Nº 1419)
    La Iglesia no puede ofrecer a sus seguidores un valor mejor que el gran don de la Eucaristía: es el misterio que admira, es el alimento que reconforta, es el signo que distingue, es la medicina que sana, es la fiesta que alegra la vida de las personas y de toda la comunidad.
    La soledad del sagrario serena, pacífi­ca, alentadora es la fuerza que ayuda a orientar la vida hacia el bien. Con la Eucaristía, con Jesús realmente presente, se renueva el mensaje del amor al hombre, se encamina la mente hacia el Dios Padre, se descubre el sentido del a peregrinación terrena, se descubre la garantía de la salvación eterna.

   6. Catequesis eucarística
 
    Educar la fe supone instruir la mente, mover la voluntad, ordenar los sentimientos, encauzar la experiencia, estimular las relaciones. Una buena catequesis de la Eucaristía reclama a todas las edades estas cinco consignas.

   1. La Eucaristía es un misterio de fe. Ello quiere decir que no es comprensible por las fuerzas de la razón humana. Sin embargo, hay que instruir en el misterio, no sólo en cuanto a terminolo­gías correctas, sino en conceptos exactos.
   Jesús se halla escondido, realmente presente, en las apariencias de pan y de vino. Es preciso creerlo, no porque se comprende el misterio, sino porque es el mismo Jesús quien lo ha dicho y la Iglesia así lo ha entendido siempre.
   Más que intentar explicar lo inexplicable, hay que entender la Eucaristía como un mensaje de fe, pero es preciso saber lo que se cree y poder dar cuenta de ello. Sin una catequesis doctrinal seria y serena, algo queda difuso y confuso. Hay que ofrecerla a todas las edades y en todas las situaciones.

   2. Jesús se halla de manera viva en el pan y vino consagra­dos. Vincularse con fe al misterio requiere una vida virtuosa y honesta. Entre las virtudes, la caridad fraterna es la fundamental.
   Una buena catequesis de la Eucaristía tiene que abarcar una suficiente carga moral y ascética que estimule la vida conforme a las consignas evangélicas.
   Si se carece de ella, se cae en el ritualismo vacío y la Eucaristía se redu­ce a un rito dominical sin consecuencias en la propia vida. La Catequesis implica, pues, exigencia moral y de autenticidad de vida cristiana.

   3. La Eucaristía reclama una orientación de los sentimientos y de las actitu­des hacia el bien. No se debe educar la piedad eucarística por vías exagerada­mente intimistas ni es admisible olvidar­se de ellas. Resonancias como sagrario, oración, adoración, silencio, humildad, reparación, deben ir unidas a otras como celebración, comunidad, fiesta, anamne­sis y epiclesis.
   La buena catequesis de la Eucaristía requiere a todas las edades armonía entre los sentimientos y actitudes perso­nales y la intensa solidaridad comunitaria y eclesial.

   4. Las experiencias eucarísticas son necesarias para que la Eucaristía no se quede en un dogma distante, cargado de términos y conceptos difíciles de enten­der.
   La dimensión vivencial es condicionante en la buena educación de la fe: oraciones compartidas ante el altar, eucaristías vividas con fe, encuentros grupales y celebraciones evangélicas adecuadas, al mismo tiempo que expe­riencias fuertes de oración, cari­dad, silencio y meditación, son cauces que ayudan, sobre todo en las etapas preadolescentes y juveniles a situar la Eucaristía en fecunda proyectividad.

   5. La Eucaristía tiene una dimensión eclesial que en ningún momento debe descuidarse en la buena catequesis. La acción sacrificial es ante todo vida compartida, es comúnunión y es encuentro fraternal
   Al catequizando se le debe situar en el contexto de los demás. No sólo se deben superar expresiones como "ir a misa","decir la misa" o "cumplimiento dominical o pascual", y reemplazarlas por otras más eclesiales como "celebración eucarística", "participación", "encuentro fraternal". Además se debe resaltar ya desde los primeros momen­tos de la vida la realidad comunitaria de una celebración.
   Por aludir sólo un ejemplo pedagógico, podemos aludir al hecho de la "primera comunión" de los niños. Entre mirarla como un hecho social o incluso como una práctica piadosa individual, y valo­rarla como la entrada de un creyente que se va haciendo ya mayor en la comuni­dad de fe de los amigos e Jesús, hay diferencias de óptica eclesial muy significativa.

   No se habrá llegado a una buena catequesis eucarística hasta que el cristiano no llegue a situarse adecuadamente en el acto celebrativo que reúne en torno a la mesa del altar, con su doble dimensión de recuerdo y celebración, de plegaria y compromiso, de palabra divina de presencia y respuesta humanas de acogida.
   Más o menos es lo que latía en las palabras del Concilio Vaticano II cuando decía: "Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la liturgia de la palabra y la Eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto. Por eso este sagrado Concilio exhorta vehementemente a los pastores de almas para que en la catequesis instruyan cuidadosa­mente a los fieles acerca de la participación en toda la Misa, sobre todo los domingos y fiestas de  precepto"  (Sacr. Conc. 56)